En sus inicios, los estudios sobre el cerebro humano seguían un método la mar de simple: esperar a que ocurriera alguna desgracia (derrames, infecciones, convulsiones, accidentes...) y observar cómo reaccionaban las víctimas. Los expertos quedaban maravillados al ver los cambios que tenían lugar dependiendo del punto del cerebro al que afectaba la lesión: padres que de repente no podían reconocer a sus propios hijos, hombres de conducta intachable que se convertían en mentirosos compulsivos o personas que perdían la capacidad del habla pero podían cantar.
A través de insólitas historias como estas, y remontándose al momento en que una lanza atravesó el cráneo del rey Enrique II de Francia en 1559, Sam Kean nos muestra que los daños causados por una herida, un golpe o una enfermedad fueron la mejor forma de inferir importantes cuestiones neurológicas. Como afirma el autor, los principales avances no surgieron del cerebro singular de un Darwin o un Newton, sino de gente corriente cuya lucha y resiliencia hicieron posible el nacimiento de la neurociencia.
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